Carn Dûm. Fortaleza principal del Reino de Angmar

Angmar – El Imperio del Rey Brujo (I)

Comienzo mi participación en el blog con una primera aproximación a la tierra de mi jefe, el grande y poderoso Rey Brujo de Angmar. En futuras entradas iré aumentando esta información sobre su reino en el norte y su inconmensurable poder. Espero que os guste. Ya sabéis que podéis utilizar este material para vuestras partidas de los juegos de I.C.E., Rolemater, MERP, ambientadas en la Tierra Media.

“Glorínion sintió un escalofrío y se arrebujó todavía más bajo la capa de lana que le cubría los hombros. El viento del norte era cortante y frío, pero no era esa la única causa de la intranquilidad del espía dúnadan. Del edificio en cuyas sombras se encontraba escondido parecía emanar una pe­netrante nube gris maléfica. Por encima suyo asomaban las gárgolas de piedra; en la cornisa, donde las columnas se en­trelazaban con las serpientes que soportaban el techo, los buitres anidaban entre las enredaderas y musgos colgantes.

El edificio no era más que uno de los muchos templos os­curos de Litash-ishi Durbaz, la ciudad de los sacerdotes he­chiceros del Rey Brujo. ¿En cuál de ellos se guardaba la Rilluinmir, la reliquia encantada que había sido robada por el Gulmathaur conocido como Camthalion? Glorínion se en­cogió de hombros. No lo sabía, ¡pero pretendía averiguarlo!

Con el mentón levantado y los ojos entrecerrados, el dú­nadan echó un vistazo por encima del grifo agachado tras el que estaba escondido, en dirección a la zona iluminada por la luz del día. Había pocas personas caminando por la calle, y la mayoría tenían una expresión de cansancio y ago­bio en sus caras. Cuando miró hacia atrás, Glorínion dio un respingo. Un horrendo caballo negro con el hocico brillan­te se había colocado detrás suyo, sus cuartos delanteros con­vertidos en dos resplandecientes hojas de acero que des­cendían hacia la cabeza desprotegida del espía. Montada en el caballo, una figura encapuchada trazó una runa de po­der en el aire y anunció u¡Glorínion na Gloranon, mi amo y señor aguarda para conocerte!”

Angmar: (S. “Hogar de Hierro”) Angmar fue fundada en torno al año 1300 T.E. por el Rey Brujo, el Señor de los Nazgûl. Se trata de un reino maléfico que se encuentra ocul­to entre las vertientes heladas del norte de las Montañas Nu­bladas (S. “Hithaeglir”), en la elevada meseta situada al no­reste de Eriador. Entre los años 1301 y 1974 T.E., Angmar lucha contra Arthedain, Cardolan y Rhudaur, los tres esta­dos dúnedain sucesores de Arnor.

HISTORIA

“Siempre es así con las obras que emprenden los Hombres: una helada en primavera, o una sequía en el ve­rano, y las promesas se frustran. “

-SdlA III pág. 192

Elendil y sus herederos fundaron los Reinos en el Exilio cuando llegaron a la Tierra Media procedentes de Númenor: Gondor en el sur y Arnor en el norte. Ambos eran reinos her­mosos y prósperos a principios de la Tercera Edad. En ese momento, la historia de los dos reinos se separó: la estrella de Gondor creció, pero la de Arnor cayó sumida en las ti­nieblas.

Dos fuerzas provocaron la destrucción del Reino del Norte. La primera fue el declive de los dúnedain que residí­an en Arnor. La segunda, y mucho más importante, fue la sombra que cayó sobre ellos procedente del reino de Angmar. Los hombres de Arnor soportaron el maléfico poder del Rey Brujo durante seis largos siglos, circunstancia que no hace más que enaltecer la fuerza y el poder de los Dúnedain del Norte.

Arnor había sufrido relativamente poco durante la gue­rra contra Sauron con la que finalizó la Segunda Edad, y el reino debería haber prosperado. Aunque el número de dú­nedain era relativamente escaso, seguían siendo grandes. El clima de Arnor era templado, y la tierra era fértil y se en­contraba libre de enemigos. Durante cien años las cosas mar­charon bien, pero el aire de Eriador demostró ser bastante dañino para los descendientes de Númenor. Arnor había su­frido bastante cuando la sombra de Angmar se cernió por primera vez sobre sus tierras. Los dúnedain abandonaron su capital a orillas del Lago Nenuial y se retiraron a la fortale­za menor de Fornost.

Los herederos del reino se enfrentaron en un conflicto por la sucesión del trono en el siglo IX de la Tercera Edad. En 861 T.E., la fuerza del Reino del Norte quedó dividida en tres reinos: Cardolan, Rhudaur y Arthedain. Pero las dispu­tas continuaron: Rhudaur y Cardolan lucharon por la pose­sión de la torre de Amon Sûl y su palantir. La vigilancia so­bre el mal en el norte fue abandonada por completo; los hombres se centraron en sus problemas internos y se dedi­caron a sus propios asuntos. Los rumores de que la oscuri­dad estaba creciendo de nuevo en las montañas no les inte­resaban; al menos para Arthedain y Cardolan, las montanas estaban muy lejos. Nadie prestó atención a un valle com­pletamente normal que se encontraba en la vertiente más septentrional de las Montañas Nubladas.

El Rey Brujo apareció en Angmar durante el reinado de Malvegil de Arthedain, en algún momento entre 1272 y 1349 T.E. Los hombres sospechaban que había un mal creciendo en las montañas, pero Angmar todavía estaba preparándose para su aparición. Los dúnedain no recibieron ningún ataque hasta que Argeleb, el hijo de Malvegil, ascendió al trono.

Los siguientes sesenta años fueron unas décadas oscuras para los Dúnedain del Norte. Los que residían en Rhudaur fueron expulsados por los maléficos montañeses, que esta­ban aliados con Angmar, y Argeleb murió en combate. Arthe­dain y Cardolan se aliaron para mantener la posesión de las Colinas del Tiempo, atacadas por Angmar. En 1409 T.E., el Rey Brujo de Angmar lanzó su ataque más mortal. Amon Sûl fue arrasada e incendiada, y los dúnedain se vieron obli­gados a huir hacia el oeste. Cardolan fue convertido en un terreno yermo. Poco después, los dúnedain recibieron re­fuerzos de los Puertos Grises, Rivendel y Lorien. Los ejér­citos de Angmar fueron rechazados en Fornost y en las Que­bradas del Norte, y se vieron obligados a retirarse hacia su punto de origen. La sombra del Norte quedó contenida du­rante un tiempo.

ANGMAR

Arnor y Angmar
Arnor y Angmar

La tierra de Angmar es uno de los lugares más grises de toda la Tierra Media. No es negra y retorcida como Mordor, pero es descorazonadoramente fría y estéril. Ocupa la bifur­cación septentrional de la vertiente oeste de las Montañas Nubladas, así como las laderas del este de las Montañas Nubladas, donde las fuentes del Anduin brotan de un estre­cho barranco por el que se precipita una larga cascada. En la estéril llanura que hay entre las dos vertientes montañosas se desarrollan pocas actividades; los fuertes fronterizos es­tán situados a lo largo de las colinas ondulantes que corren cerca del borde de esta meseta de poca altura. Los soldados que residen en ellos vigilan el largo camino fronterizo que comunica Carn Dum con los confines más meridionales de Angmar. Los orcos prefieren la seguridad de los túneles de las montañas. En el este, el Rey Brujo no necesita ninguna guardia fronteriza; las montañas protegen la entrada a Angmar desde esa dirección, con la excepción de los túne­les utilizados por los orcos.

OBSERVACIONES DE UN ESPÍA

Las siguientes notas han sido extraídas de las historias de Carr, un espía al servicio de los reyes de Arthedain. Carr na­ció al este de las Montañas Nubladas, en el norte de Rhovanion, y procedía de una familia humilde, aunque era muy respetado por los dúnedain. Sus historias e informes proporcionaron a éstos una información enormemente va­liosa respecto al reino enemigo de Angmar cuando residió allí de incógnito durante varios años, deslizándose de forma esporádica para visitar las colonias que había en las fronte­ras de las tierras de los Pueblos Libres.

Los siguientes pasajes son extractos de un libro que fue dictado al escriba Bethsammen de Annúminas. El libro des­cribe los dos años durante los cuales Carr fue viajando a tra­vés de todo Angmar junto a una caravana encargada de redis­tribuir las mercancías entre los dispersos subditos del Rey Brujo.

“Las montañas fueron creciendo, y el sendero iba ser­penteando en un silencio total. Todo lo que se podía oír era el monótono sonido de las pezuñas de los caballos contra el suelo empedrado. La calidez que despedía el animal se ex­tendió lentamente hasta mis piernas, y de nuevo me sentí es­tremecido al contemplar el camino que conduce hasta el enorme y desconocido corazón del reino montañoso de Angmar. Bajo un cielo sin nubes durante el día y un cielo lleno de estrellas por la noche, fuimos avanzando a través del incomparable paisaje que nos rodeaba. La larga cara­vana se iba abriendo paso a través de estrechos desfiladeros y por encima de impresionantes pasos montañosos; deambulaba por lejanas aldeas y cruzaba estériles praderas salpicadas de tiendas habitadas por pueblos nómadas. Cruzamos el atronador Río Gabhra, donde dos grandes afluentes se unían bajo la siniestra sombra de unas monta­ñas de gran altitud. Más al este, nos adentramos en tierras todavía más salvajes, y los sirvientes de Thraknur se desplegaron para averiguar si había algún grupo de bandi­dos u orcos acechando en las cercanías.

Cuando cayó la oscuridad, fuimos sorprendidos por una repentina andanada de flechas procedentes de las montañas que había por encima nuestro. Inmediatamente, los hombres de Thraknur devolvieron el ataque con los pivotes de sus poderosas ballestas. Quizás no era más que una prueba de nuestra fuerza o la bienvenida que nos daba algún saltea­dor, una especie de costumbre típica en muchas zonas de Angmar. Los disparos cesaron, y la noche recuperó su per­turbador silencio.

Grandes áreas de esta región montañosa carecen por completo de árboles y habitantes. A principios de año po­drían haber sido más verdes y atrayentes, pero en aquella época, los amplios valles se encontraban resecos y grises. El viento helado sacudía las pocas acederas secas gigantes que encontrábamos, y por encima de nuestras cabezas so­brevolaba constantemente un grupo de halcones; los alcau­dones desgarraban rápidamente las entrañas de cualquier pobre bestia que flaqueaba en el sendero. Cuanto más as­cendíamos, más pequeños eran los arroyos, hasta que llegó un momento en que no eran más que unos finos chorros de agua que circulaban por entre las frías piedras grises. Pero encontrábamos numerosos pececillos en los estanques, así como algunas aves de poco tamaño posadas en las piedras. La mayoría de flores ya habían desaparecido, pero todavía se podían ver aquí y allá algunos ranúnculos o brotes montañosos que miraban hacia el sol, desde el vacío congelado en que se encontraban contemplando la bóveda helada que se extendía por encima suyo. En los puntos en que se podí­an encontrar senderos de ganado, distinguibles por las nume­rosas huellas de pezuñas, éstos estaban marcados con ex­crementos de animales y huesos blanqueados por la luz solar. Aquí y allá se veía crecer alguna mata de hierba cubierta de afiladas espinas, y algunos pequeños arbustos comenzaban a mostrar el color rojo tan característico del otoño. A in­tervalos, encontrábamos las ennegrecidas piedras que po­dían haber formado el campamento de un viajero en un cre­púsculo cualquiera.

En la lejanía, comencé a ver un sendero que, trazado so­bre el mismo lomo de la colina, se extendía sobre el terreno como las arrugas surcan la espalda de un hombre. Lo seguí con la mirada hasta el punto en que cielo y montaña pare­cían unirse.”

Tras de la descripción de Carr del terreno cercano al mon­tañoso corazón de Angmar según se llega desde el norte de las Landas de Eten, nos habla de su llegada a una extraña ciudad centrada en torno a una capilla dedicada a la adora­ción del Señor Oscuro y el Enemigo. Allí, en Litash-ishi-Durbaz, son entrenados los malignos sacerdotes guerreros que siguen las órdenes del Rey Brujo y extienden su gobierno a todas las zonas del reino.

“Litash está dividida en dos partes. Está la ciudad de los laicos, formada principalmente por esclavos y amos, y la ciudad del sacerdocio. La primera está formada por una lar­ga calle polvorienta flanqueada por unos edificios de techos planos. Cuando llegamos allí, parte de la zona edificada es­taba parcialmente en ruinas debido a un temblor de tierra durante el cual algunos esclavos habían intentado escapar. Todavía se podían ver los restos de algunos, esqueletos en­vueltos en un pellejo secado por el viento que casi se pare­cía a un pergamino, clavados con cuchillas en forma de sie­rra a las paredes de sus antiguas casas. Entre la entrada del valle y la ciudad había unas enormes parcelas verdes don­de día tras día eran sacrificados cientos de bueyes de las montañas. Cada cincuenta metros, entre las franjas de hier­ba, un grupo de esclavos locales trabajaban de carniceros junto con los hombres de la caravana, viviendo entre mon­tones de putrefactos pellejos de buey y tierra empapada de sangre. Los perros carroñeros iban y venían intentando arre­batar algún resto de carne mientras los esclavos proferían maldiciones y les arrojaban piedras. A su vez, los audaces crebain bajaban planeando desde los cielos con la intención de llevarse su parte.

Mientras permanecimos en la ciudad, conocí a un sa­cerdote oscuro y, con disimulo, conversaba con él bajo el menor pretexto. Me ofreció acompañarme y enseñarme la gran ciudad de los sacerdotes. La chamanería, decía, era la cuarta rama más poderosa de la magia, y había llegado a reunir varios cientos de sacerdotes guerreros, aunque no to­dos residían allí. Abandonando la ciudad de los esclavos, nos adentramos en el barrio de los chamanes. A izquierda y derecha se encontraban las casas de los chamanes solda­dos, edificios de pizarra gris con las ventanas muy adorna­das y los techos inclinados. Se iban sucediendo una tras otra a lo largo de un zigzagueante camino que ascendía hasta la cima del valle. Los inclinados peldaños y estrechos callejo­nes que separaban una residencia de la otra estaban sumi­dos en la más completa de las tinieblas.

Llegado un momento, mi guía me acompañó hasta el tem­plo principal, a la entrada de la ciudadela de los sacerdotes. Aunque era un extraño, se me permitió la entrada. Atravesando una serie de confusos pasadizos, llegamos al fin a una cámara de gran tamaño. El suelo estaba cubierto de madera pulida de color oscuro. El hermoso techo estaba soportado por varios pilares tallados de color rojo con gra­bados dorados. En las paredes este, oeste y sur de la estan­cia había sendos bulcones desde los que se contemplaba un área espaciosa que solía ser utilizada como auditorio para las grandes reuniones. Todo el diseño de la estancia hacía que uno centrara su atención en la pared norte, donde dos grandes puertas de hierro forjado, de seis metros de altura y más de tres metros de anchura, guardaban un oscuro y ex­traño recinto. Cruzamos el suelo de madera, seguidos por las caóticas sombras de los murciélagos, y miramos a tra­vés del enrejado de acero de las puertas. La estancia que había al otro lado estaba tan oscura que, en un principio, pensé que no se podía discernir nada en absoluto. Pero gra­dualmente comencé a percibir las pocas lámparas del tem­plo que iluminaban tenuemente la estancia, por encima y por debajo de la posición en la que me encontraba. Cuando mi­ré hacia arriba, más allá de las lámparas, vi, a una altura de unos 12 metros, una gigantesca cara de color dorado. El pálido resplandor que proporcionaba el aceite al arder era la única iluminación, pero pude ver claramente su único Ojo sin Párpado.”

Tras una serie de experiencias extrañas en las que estu­vo a punto de ser desenmascarado, Carr consiguió salir de Litash. Su caravana cruzó las Hithaeglir hasta llegar, a tra­vés de los más elevados pasos septentrionales, al camino que lleva a Rhûn.

“Toda la caravana, que por entonces estaba formada por más de diez docenas de animales, cruzaba lentamente la lla­nura de Litash. Plantamos el campamento a una altura de unos 5000 metros, al cobijo de una gran piedra. Los bue­yes estaban intranquilos, y como eran tan numerosos pare­cía que las tiendas quedarían hechas trizas antes del ama­necer. Al día siguiente ascendimos todavía más. Por encima nuestro se alzaban unas enormes rocas acabadas en punta, hasta que llegamos a un lago que no estaba congelado por completo, a pesar del frío que hacía. Al alcanzar la cima del paso, que debía encontrarse a unos 5,400 metros de altura, teníamos ante nosotros un magnífico espectáculo: una cor­dillera de picos glaciares que resplandecían por la cantidad de nieve y hielo que los cubrían.

Descendimos durante horas a través de la arena, el pol­vo y las rocas hasta que alcanzamos el suelo cubierto de hierba del valle, unos 1000 metros por debajo. A partir de entonces, y a intervalos, varios grupos de hombres y otros habitantes se unían a nosotros o se cruzaban con nosotros en el sentido opuesto del camino. En algunas zonas, la po­blación era realmente sorprendente. La gente emergía de lo que parecía ser un mundo completamente vacío, aparecien­do entre las hierbas altas como topos que salen de sus ni­dos. Ver a una banda de estaravi armados hasta los dientes o de orcos bollug en pie de guerra doblando repentinamen­te una colina era un imagen más que suficiente para conge­larte la sangre, pero ninguno de ellos llegó a atacar a nues­tra protegida caravana.

Una semana después de salir de Litash, coronamos el úl­timo paso que marcaba el inicio del prolongado descenso que nos llevaría hasta las cercanías del Men Rhûn. Por de­bajo nuestro se extendía una enorme alfombra de pinos que el camino atravesaba de manera bastante abrupta. Por to­do el profundo valle se podían apreciar unas enormes pro­tuberancias rocosas que asomaban cientos de metros por encima de los árboles. En las grietas más elevadas se había acumulado la nieve, mientras que en niveles de menor altu­ra el esquisto había formado sus dedos encima de las ramas de los árboles. Bajamos y bajamos durante mucho tiempo, siguiendo el rocoso sendero que nos guiaba a través de los grandes abetos. Aquí y allá cruzábamos por una zona de ár­boles muertos, quizás destrozados por algún dragón del Brezal Marchito, que se rumorea juegan en aquella zona en algunas ocasiones. La brillante luz solar se filtraba a través de las fantasmales ramas, para iluminar el interior del bos­que de forma lúgubre. Pero eso sólo duraba unos momen­tos, y a continuación nos encontrábamos de nuevo sumidos en la más completa oscuridad. Seguí el retorcido camino ha­ciendo que mi montura rodeara los grandes cantos rodados y árboles caídos que nos encontrábamos. El descenso pare­cía interminable, pero poco a poco, los abetos fueron dan­do paso a los acebos, y la vegetación se fue haciendo más suave. Finalmente, logramos salir de nuevo a la luz del sol y los jinetes fueron desfilando uno a uno a través de un es­trecho camino que llevaba hasta un sarnoso pueblo, la pri­mera de las estaciones de paso en las que nos detendríamos en nuestra ruta hacia el este. Toda la caravana cruzó el pue­blo dejando atrás las chozas, y entonces, cabalgando sobre un pequeño puente de madera, entramos en su recinto ce­rrado.”

Carr permaneció con la caravana unas pocas semanas más antes de abandonarla en medio de la noche para cruzar en solitario la peligrosa Llanura de Erebor. Buscó la tierra ci­vilizada de Valle, bajo la Montaña Solitaria, y desde allí re­gresó a su tierra, cruzando el Bosque Negro y el Paso Alto, hasta llegar a Eriador.

Gran parte de la información de esta fina guía del reino de la maligna mano derecha del Señor Oscuro fue recopila­da por el mismo Carr. Esperamos que sus experiencias y re­velaciones animen a los jóvenes y osados a seguir sus pasos y dar otro golpe en favor de Arthedain y los Pueblos Libres del Norte. (Evidentemente, esto último no lo he dicho yo…)

Referencias: Angmar – El Imperio del Rey Brujo (II), Rolemaster, MERP, I.C.E.

MERP

Segundo Mornarturi (Ln. "Comandante" ) del Rey Brujo de Angmar. Para los Orcos, que no pueden pronunciar su verdadero nombre, es conocido como "Dancu".

One comment: On Angmar – El Imperio del Rey Brujo (I)

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